Durante la época de Buda, muchas personas iban a su templo para dejarle ofrendas. Pero vivía por entonces una anciana mendiga que no tenía nada para llevar. Y lo cierto es que deseaba tanto poder hacer una ofrenda que decidió pedir limosna un día y sacrificar su comida a cambio de unas pocas monedas. Con ellas compró una pequeña lámpara de aceite. El dinero no le daba para nada más.
Ilusionada, llegó al templo y encendió su lamparita. La colocó junto al resto, todas más grandes, y dijo en voz alta:
– Perdona, Buda, por no poder traerte nada más. Es todo lo que tengo, pero deseo que esta pequeña luz pueda ser bendecida con el don de la sabiduría para poder hacer felices a otros e iluminar su camino.
Durante esa noche, todas las lámparas se fueron apagando. Todas, menos una, la de la anciana. Uno de los discípulos de Buda, al ver a la mañana siguiente que estaba encendida, quiso apagarla. Pensó que no había razón para que estuviera encendida durante el día. Pero por más que intentó a pagarla, no lo consiguió. Ni soplando, ni apretando la mecha… La llama volvía a surgir de nuevo. Entonces se acercó Buda y le dijo:
– ¿Qué haces?
– Intento apagar esta lámpara, pero no lo consigo…
– No lo lograrás nunca. Ni aunque derrames sobre ella todo el agua del océano, ni aunque traigas hasta aquí el agua de todos los lagos. No podrás apagarla jamás.
– Pero… ¿por qué? preguntó extrañado el discípulo.
– Porque esta lámpara fue encendida con el poder del amor, con la devoción y la ilusión, con la intención de hacer felices a otros.
Moraleja: Cada vez que intentamos proporcionar felicidad a otros, nos proporcionamos felicidad a nosotros mismos.
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